lunes, 31 de enero de 2022

Oda a los que madrugan

Descubro la cama y pongo el primer pie en el suelo. Me tambaleo hasta la ventana y subo la persiana como si estuviera recogiendo la vela de un navío en plena tormenta: pesa horrores. Todavía no es de día, al menos no del todo: se confunden las primeras luces de la mañana con las últimas de la tarde. Podría creerme que está atardeciendo y un nuevo día se acaba solo por la estampa.

A lo lejos, todavía hay guirnalda de farolas blancas, azuladas y cálidas puestas en hilera, y entre ellas, luces de coches que van y vienen. El cielo es rosado, como si todo formara parte de un sueño, y dentro de unos minutos seguramente lo será más. Justo en la línea del horizonte se visualiza perfectamente un color azul intenso, mientras va ascendiendo, fundiendo a lila antes de sonrosarse.


Me esfuerzo por enfocar la vista y veo a un transeúnte con un abrigo largo negro, caminando rápido. Me pregunto a qué hora se habrá levantado para estar ya por la calle vestido y desayunado a la hora a la que yo aún no soy persona. Me pregunto cuánto madruga la gente. Me pregunto a qué hora se levantará el vecino. Me pregunto si no me estaré levantando demasiado tarde para poder considerarme a mí misma una persona productiva. Voy a la ducha y dejo caer el agua sobre mi cuerpo mientras me estremezco, motivándome a mí misma pensando en prepararme un té americano cuando acabe. Me pregunto si ya habrán construido un monumento a los que madrugan. 

¡Nos vemos en el próximo té!

jueves, 27 de enero de 2022

Frizzante y frivolidades

Éramos cuatro muy buenas amigas. Durante los dos últimos años de la ESO fuimos inseparables. Sin embargo, el bachillerato debía comenzar y debíamos abandonar el lugar donde habíamos pasado todos nuestros años estudiantiles hasta ese momento. Tres de nosotras nos cambiamos a otro centro y la cuarta fue a otro instituto diferente. Probablemente ese fue el comienzo del fin.

En el nuevo centro todo era muy diferente: allí acudían los hijos de familias del centro de la ciudad. No era ese cole/insti de barrio al que estaba acostumbrada, formado por niñ@s de familias más humildes. Tenía fama de selecto, de sitio para niñ@s de alto standing (solo en apariencia). El caso es que no encajé. Fue la primera vez que sentí de verdad que no pertenecía a un lugar, que no encajaba con esos compañeros. Miradas juzgadoras, comentarios mordaces, burlas por la espalda... Vamos, lo típico.

Resumiendo: la amistad con las otras dos amigas que me acompañaron a ese nuevo instituto se rompió. Ellas cuadraron mucho mejor que yo con las chicas de clase, aunque en su momento nunca terminé de entender por qué. Con el tiempo, me di cuenta de que ellas sí tenían ese anhelo de alto standing que empapaba las actitudes de la mayoría de compañer@s y sus progenitores. Ellas eligieron a un nuevo grupo de amigas con las que de verdad intenté llevarme bien con el objetivo de seguir manteniendo su amistad, tratando de adaptar mi personalidad a la de las otras, pero sin mucho éxito.

Los años pasaron, comenzamos la Universidad fuera de nuestra ciudad y no volví a saber mucho más de mis dos amigas, salvo alguna cena de antiguos alumnos de nuestro cole de barrio. Cuando acabamos sendas carreras, las tres volvimos a nuestra ciudad natal. Y, de alguna manera, volvimos a retomar la amistad. Es extraño cómo después de acabar la Universidad y volver a casa de tus padres, sientes esa sensación de que nada ha cambiado, mientras que los años en los que has estado fuera tenías la certeza de que todo era diferente, y de repente la velocidad se para en seco. Pues así estábamos las tres... Y también las demás. Las demás amigas de mis amigas que habían vuelto a la ciudad después de acabar los estudios. Sin pretenderlo, me vi envuelta de nuevo en las dinámicas tóxicas y absurdas de nuestros años de instituto. Sin embargo, yo sí que había cambiado.

Tomaba todo ello con cierta distancia. Los comentarios absurdos de las otras chicas, su vestuario, su actitud altiva... Lo encontraba ciertamente cómico. Disfrutaba frívolamente de sus historias mientras degustábamos una copa de vino frizzante en los bares de tapas más selectos de la ciudad. Analizaba su ropa (la última prenda de moda de Zara), su olor a perfume dulzón, sus maquillajes con una base densa y mal elegida... Allí estaban esas chicas con las que años atrás tantas veces me había comparado mientras me preguntaba... ¿qué tengo yo para no poder estar a su altura? Estar de nuevo en su presencia tras todos esos años era como un experimento en el que me colaba en sus vidas y las observaba de cerca, como si me metiera dentro de su casa sin permiso. Más tarde, mis amigas me contarían que esas chicas que querían aparentar ser divinas, no se soportaban entre ellas, y que normalmente aprovechaban a criticar entre todas a la que no estuviera delante ese día. Un espectáculo digno de ver (o no).

Esa etapa duró poco, pues volvieron a darse situaciones desagradables que provocaron un nuevo distanciamiento entre esas dos amigas y yo. No quería volver a esos años tormentosos de dudas, planteándome por qué ellas elegían su compañía y a mí me seguían dejando plantada una y otra vez. Y todo volvió a ser como antes. Cada una por su lado. Es curioso cómo con el tiempo vamos tomando decisiones que vuelven a poner las cosas en su lugar original, donde (probablemente) mejor están. Las amistades se eligen, y las frivolidades no pueden aguantarse durante demasiado tiempo.

¡Nos vemos en el próximo té!

lunes, 24 de enero de 2022

The edge of 29

Ir solo al cine no es tan malo como algun@s lo venden. De hecho, puede ser una actividad reconfortante con la que pasar tiempo contigo mismo. Es inevitable acordarme de él cuando voy sola al cine, ya que él también solía hacerlo así habitualmente

Al acabar la película, salí y me enfrenté al frío invernal con mi abrigo recién estrenado. Seguía recordando aquellas veces que fui al cine con él, aquellos meses locos antes de cumplir 25 en los que todo parecía posible, y a la vez imposible. Sumida en mis pensamientos, me miraba en las cristaleras de los comercios y me parecía otra persona; es increíble lo que una prenda puede hacer por tu apariencia. Me sentía más segura y poderosa. Más... ¿adulta?

Antes de la vuelta a casa, entré en un supermercado a comprar unos pocos artículos. Estaba cambiado, más amplio y grande, lo habían reformado y renovado, parecía uno de esos supers que sacan en las pelis americanas donde se dan encuentros románticos casuales. Me encontré con un grupo de adolescentes escogiendo chucherías en la sección de dulces y chocolates, seguramente para ir al cine, a la siguiente sesión, y les escuché hablar sobre cosas que ya no recuerdo. Era un grupo de amigos variopinto, chicos y chicas, nerviosos tratando de decidirse sobre qué comprar, y pensé en lo lejos que me queda ahora mismo la adolescencia. 

Todo este cúmulo de situaciones me hizo pensar de nuevo en el tiempo. En el paso del tiempo. Cuando estás en tus últimos años de la veintena, comienzas inevitablemente a hacer una retrospectiva de cómo ha sido tu vida hasta ese momento. Pero no con el agobio que te ronda antes de los 25, en plan, ¡¡Oh dios mío, no he cumplido los sueños de mi vida...!! Eso fue lo que él denominó como "La crisis de los 24", que al parecer estábamos todos los de mi generación sufriendo prácticamente al mismo tiempo: ese momento en que empiezas a darte cuenta de que cumples años y vas dejando (bastante) atrás las etapas de adolescencia y de jovenzuelo universitario. Sin embargo, a los 29 el contenido de dicha retrospectiva sigue siendo el mismo, pero ya no con la misma urgencia. Quizá con algo más de templanza. Además, la sociedad quiere que pienses más bien en el tipo de trabajo que tienes, tu pareja, tu estatus a nivel social... Pretenden que pienses más bien en tu vida de adulto que en tus "sueños adolescentes".

Y la verdad, números a parte, mi intención es la de tomarme la vida con calma. En realidad, no me gustaría que mi vida cambiara excesivamente, aunque sé que lo hará en algún momento, debido al curso natural de los acontecimientos que muchas veces se escapan a nuestro control. Pero creo que todavía tengo muchos sueños por cumplir, y no me avergüenzo de decirlo. Creo firmemente que soy joven y que así es como debo sentirme, y que no tengo intención de que nadie me haga sentir mal por ello, o que me haga sentir que ya es hora de que vaya sentando la cabeza porque tengo treinta, más de treinta, o casi treinta, como ahora mismo. 

De hecho, cuando estaba a punto de cumplir 25 me agobiaba mucho con todos estos temas, y todo el mundo no paraba de repetirme que todavía era muy joven, que por favor no me agobiara. Es curioso cómo en apenas cuatro o cinco años puede cambiar tanto el discurso hasta volverse lo opuesto. 

Pues eso, una cifra más, una cifra menos. Sigo tratando de ser aquella persona que quería ser cuando era adolescente. Y creo que cada día me siento un poco más cercana a ello. Eso no debe ser tan malo, ¿no?

¡Nos vemos en el próximo té!