viernes, 20 de octubre de 2017

La superficialidad

Puede que sean impresiones mías, pero cada vez noto a la gente más superficial.


Me explico. El otro día fui a un concierto de rock en una pequeña sala y, a parte de escuchar música, me dediqué a analizar los comportamientos de la gente. No lo hago premeditadamente, me sale solo. Almaceno esa información y luego la proceso casi sin querer... A veces me es inevitable percatarme de ciertos comportamientos y preguntarme, como siempre, el por qué de las cosas

Me fijé en que el promedio general de chicas iba muy arreglada para ser un concierto de esas características. Que muchos iban y venían varias veces de la barra a por bebidas, hablando por el camino con este y con aquella. Había algunas personas muy pendientes del concierto y otras no tanto. Otros ejecutando unos rituales de cortejo bastante extraños. Algunas personas miraban hacia atrás muchas veces, como buscando algo, y otros buscaban con quien iniciar conversación. Y por supuesto, había quienes registraban todo con el móvil, colgando una foto en cada red social.

Al acabar el concierto, todos quieren alguna de estas cosas: irse rápidamente a casa, salir fuera a fumar o pedirse otra. En los dos últimos casos, suele ir incluida la búsqueda de una conversación. Algo que aporte algo. Lo que sea. Es sutil, pero últimamente noto a la gente cada vez más desesperada por algo... pero sin llegar a saber qué es ese algo. Y es especialmente evidente cuando las personas se encuentran en esos momentos de debilidad de la noche, posiblemente por haber tomado algo de alcohol (como mínimo). Las insatisfacciones de las personas se ponen muy a flor de piel en tales circunstancias, así como las fortalezas se ven favorecidas por otro tipo de acontecimientos. Pero supongo que no es bonito preguntarnos por qué estamos tan desesperados e insatisfechos con nuestras propias vidas. Se nos nota. ¿O puede que quienes sepan más de la vida sean ellos, que decoran las partes más grises con la diversión y los placeres de la noche? Porque al fin y al cabo, sabemos que en la vida va a haber sufrimiento. 

Detecto este desencanto general en muchas otras circunstancias: en blogs en los que las personas relatan cínicamente parte de sus vidas, en cómo se dirigen la palabra las parejas que esperan en la cola del supermercado, en la mirada perdida en las barras de los bares tomando el café de la mañana, en aquellos que consultan cada dos segundos el éxito que ha tenido su foto en redes sociales... Somos superficiales porque nos hace mucho daño enfrentarnos con nuestras propias insatisfacciones. Me pregunto si acabar siendo así también forma parte de la vida, siendo un mecanismo de defensa para cuando te das cuenta de que hay cosas que ya no puedes esperar porque los desengaños han sido muy grandes. Me pregunto en qué parte del camino hemos perdido la luz, y cómo ha ocurrido.

Ni todas las capas de maquillaje, ni todos los vestidos fabulosos, ni todas las cervezas del mundo, ni todos los megusta de Facebook, ni todas las drogas de cualquier tipo podrán sustituir lo que nos falta, eso está claro, y supongo que no estoy diciendo nada nuevo. El caso es que cada vez que salgo y miro más allá de las personas, puedo ver todas estas cosas. Todo este clima oscuro. Realmente me gustaría acabar escribiendo una receta mágica que lo solucionara, pero no la tengo. Ni siquiera puedo decir que yo nunca haya pecado de superficial, pero no me apetece estar atenta en alguna barra de bar por si, de repente, encuentro la respuesta.

¡Nos vemos en el próximo té!

lunes, 9 de octubre de 2017

Intimidad, miedo y apertura

Ayer me ocurrió algo que me hizo plantearme ciertas cosas acerca de la intimidad entre dos personas. Siempre he oído que es bueno guardarse algo para sí mismo, un rincón personal en la mente que sea para disfrute propio. El caso es que he estado reflexionando... la intimidad entre dos personas, ¿es buena? ¿es mala? ¿Hay que desnudarse completamente frente al otro o es bueno “guardarse algo”? O bien, ¿hay que encontrar el término medio?

Johnny Depp reflexionado sobre la vida...

Como siempre, cuando me entran las dudas sobre temas “filosóficos” hago una búsqueda rápida en Internet, simplemente por encontrar un pequeño rayo de luz en medio del océano oscuro del pensamiento… Leí varias páginas, pero encontré algo que me convenció bastante:
La intimidad compartida es el manantial sanador donde acudir cuando necesitamos un abrazo amigo o comprensión. En las relaciones, la intimidad te permite conocer de verdad a otras personas porque en ella no hay cabida para las dobleces, las máscaras y la superficialidad. (...) Una relación basada en la intimidad se vuelve indestructible porque está por encima de cualquier juicio de valor y conflicto (….).
Estamos de acuerdo en que una relación de pareja sin intimidad no tiene ningún sentido… sería como estar solo estando acompañado. Para mí lo que es más difícil es aventurarse a delimitar dónde está lo que quieres compartir y lo que no, o lo que la otra persona está preparada para conocer sobre ti y lo que no. Por mi forma de ser, mi impulso me lleva a desear que la otra persona prácticamente se meta en mi mente (y puede que yo en la suya…). No se trata tanto de querer invadir al otro, sino de recolectar todos los datos necesarios para estar tener cada vez un mayor grado de sintonía.

En otra página, encontré algo que también me pareció interesante. Desglosaba la intimidad en varios componentes; por una parte la parte receptiva y por otra la parte receptora de esa comunicación:
  1. Apertura: si no te abres con la otra persona, le estás negando el acceso a tu mundo interior. Eso hace imposible que pueda empatizar contigo.
  2. Empatía: sentir un verdadero interés por la otra persona, sus preocupaciones y motivaciones vitales, hacerlas un poco tuyas, manteniendo tu propia personalidad y tus propios objetivos.

La página también apunta a que hay varios tipos de intimidad en una pajera: el sexo, mostrarse vulnerable sin nuestros escudos de la vida diaria, hablar y comunicarse para poder mostrar nuestro mundo interior y tener experiencias comunes o momentos que pertenecen solo a esa pareja. Bueno... pues suena todo muy razonable.

Sin embargo, y pese lo que he dicho anteriormente, me sorprendo conmigo misma; a veces me muestro reticente a dar ciertas informaciones porque creo que la otra persona no va a entender o valorar lo que le expongo, y para eso, prefiero quedármelo para mí misma… y que nadie me haga sentir mal. Puede que sea porque siento que si las personas fueran como deberían ser, es decir, si se valorara realmente el pensamiento sincero y la reflexión personal no se utilizara como arma de doble filo, podríamos sentirnos más libres para compartir cierta información sensible. Quedar demasiado expuesto en este mundo que vivimos realmente da miedo. Por lo tanto, compartir ciertos aspectos de nuestro pensamiento exige un grado muy alto de confianza con la otra persona, estando seguro de que esa información va a ser tratada como merece. En la misma página que comentaba anteriormente también encontré algo respecto a esto:
(...) La intimidad genera muchas emociones contrapuestas: por un lado se desea, se anhela con vehemencia, porque sin intimidad uno se siente frío como el mármol, pero por otro surge el miedo al dolor, al rechazo, a la traición o a sentirse invadido (…). La intimidad genera tanto miedo que a muchas personas les cuesta gestionarla, bien porque se cierran demasiado o porque, por el contrario, están siempre demasiado abiertos y por lo tanto muy expuestos.
Creo que es de lo más enriquecedor que puedas ser 100% tú con la otra persona y que nadie de coarte ni te coaccione. Puede que piense así debido a mi naturaleza reservada, o puede que en realidad esto le pase a muchas más personas, pero para mí genera un conflicto mayor, precisamente por mi deseo de compartir todo y mi miedo igualmente grande a sentirme juzgada… Ahora que lo pienso, este comportamiento de quedarme ciertas cosas para mí es algo que me ha pasado desde niña; quizá no me sintiera aceptada tal como era por los demás, incluso por parte de personas muy cercanas, y eso hizo que fuera guardándome ciertos aspectos de mi forma de pensar. Puede que se trate de ir superando cosas. Supongo que simplemente cuesta abrirse… sin miedo.

¡Nos vemos en el próximo té!


domingo, 8 de octubre de 2017

Lo que nos enseñó Jane Eyre

Es un alivio estar de vuelta...

No sé por qué he tardado tanto tiempo en pasarme por aquí... bueno, sí lo se: no le he dado un respiro a mi mente y a mi cuerpo, diluyendo mis pensamientos con muchas emociones, de manera que no he podido destilar ninguna conclusión sobre nada... Después de todo, lo que nos queda después de todas las cortinas de humo, de las emociones fugaces y de las palabras vacías, es nuestro ser. Como dije en alguna entrada anterior, lo único con lo que podemos contar para siempre es con nosotros mismos.

El otro día vi la película de Jane Eyre (atención... spoiler!). La historia me pareció muy apasionante (aunque me puedo imaginar que leerla será mucho más enriquecedor que visualizarla...) Jane Eyre tiene una historia dramática detrás de sí, llena de rechazo, odio y violencia. Una persona de naturaleza amable y amorosa a la que las circunstancias que la rodearon desde niña le impidieron tener una infancia y adolescencia normales. Siendo aún muy joven, consigue por fin salir de esa miseria humana y comienza a trabajar como institutriz de la hija del señor Rochester, en Thornfield. El señor Rochester es un alma atribulada que se esconde tras una apariencia agresiva, impulsiva y arrogante. Enseguida ve en Jane un espíritu afín, alguien que podría salvar su vida y hacerla más feliz y luminosa, y así se lo hace ver en muchos momentos. Pero para mi, el amor que siente él por ella tiene un cierto tinte egoísta: no se trata tanto de lo que él le puede aportar a ella, sino de lo que él necesita de ella. 

Jane Eyre y el señor Rochester (Jane Eyre, 2011)
Esto mismo se demuestra a través de diversos hechos, pero el momento álgido se produce cuando le hace a Jane una proposición bastante "indecente" para la época: la de vivir una vida juntos fuera del matrimonio. Digamos, para no destripar demasiado la trama, que el señor Rochester no puede contraer matrimonio, pero quiere que Jane "viva" con él, con el propósito de estar juntos.  Como ella se muestra reticente, él le pregunta: "¿A quién le importaría? ¿Prefieres llevarme a la locura antes que romper una simple ley humana?". Jane contesta que a ella que le importaría, y entonces pronuncia la frase mítica: "Debo respetarme a mí misma... ¡Que Dios me ayude!". Y emprende su huida de Thornfield. 

Jane Eyre tomándose un té (Jane Eyre, 2011)
Ese momento me pareció especialmente profético e inspirador... ¡Qué valiente Jane Eyre! Después de todo el sufrimiento y el desengaño que ha vivido a lo largo de su corta vida, y no le tiemblan las piernas a rechazar la oportunidad que se le presenta de sentirse amada y querida, siempre y cuando no sea bajo términos de libertad y de ser fiel a sí misma. Porque, muy cierto es, ¿qué conseguiría Jane Eyre si hubiera aceptado esa proposición? ¿Añadir más humillación y sufrimiento a su vida? Sabe que no puede permitírselo, así que huye y decide construirse a sí misma... de nuevo. Solo volverá con él cuando se sienta libre y fuerte... no coaccionada; es decir, cuando se de una situación justa para ambas partes, estando en igualdad de condiciones.

Creo que actuar así es difícil, ya que en muchas ocasiones nos pesa más el miedo a estar solos, la angustia que en ocasiones se siente, aguda y punzante, cuando eres consciente de tu propia soledad. Pesa más el miedo a tener que sobrellevar ese trago amargo que el hecho de arriesgarse a estar en paz con uno mismo. 

Desde hace tiempo, llego a la conclusión de que no hay mayor acto de respeto hacia el propio ser que saber identificar, y por tanto, perseguir el amor que sabemos que merecemos. No se trata únicamente de dar lo que la otra persona necesita de nosotros, con la esperanza de obtener algo similar a cambio, sino de saber elegir qué clase de amor estamos preparados para recibir de los demás.

¡Nos vemos en el próximo té!